Cada 30 de abril se celebra en Holanda “El día de la Reina”. Ese día es para muchos una fiesta muy esperada porque es el día en que se emborrachan por la calles con el pretexto de celebrar un día, que al final, tampoco es el cumpleaños de la reina como muchos lo piensan equivocadamente.
Para otros es el día en que salen a la calle con todos sus cachivaches viejos que estuvieron arrinconados en algún lugar de la casa empolvados, para poder ser cambalacheados en la calles de Holanda, que también, por ese día, se convierten en el mercado informal mas grande y original de Europa.
Cada metro cuadrado de las veredas, plazas y parques adquieren un valor incalculable y son lotizados a punta de tiza o tapes. De esta manera, cada súbdito Holandés, se reserva el soberano derecho de piso desde la noche anterior al día de la Reina para vender callejeramente. Luego, muy temprano por la mañana, uno puede empezar a ver ese gran desfile de cachivaches.
Este año, a diferencia de otros años anteriores, empecé la celebración antes de lo esperado en una pseudo fiesta latina atiborrada de holandeses vestidos con trajes estrafalarios de color naranja y me reencontré un ex-amor a la cual no veía hace mucho tiempo. Pude notar que ella aun usaba esa pulsera que le regalé por su cumpleaños, bailamos un par de veces, conversamos un poco y luego seguí aparte la celebración convirtiendo a mi cuerpo en un recipiente de tragos de todo calibre. Al día siguiente amanecí con una resaca moderada de grado 2, gracias al consejo de mi compadre Tiro Loco Mc Graw quien me recomendó tomarme un litro de agua antes de dormir.
A las 11 de la mañana salí a recorrer las calles y fui testigo del arsenal de chucherías que la gente exhibe en el piso, que son vestigios de su pasado y que estan a la venta al mejor postor. El último día de la reina pudo se uno de esas días que cada año se celebra monotonamente a no ser de un hecho muy particular y especial. Pude darme cuenta que muchas mujeres, so pretexto de vender trastos viejos, pulseras con nombres grabados, muñecos de peluche, postales, CD's y otras baratijas; lo que mas bien hacían, eran deshacerse de las evidencias de un amor ya finiquitado.
Cuando uno empieza una relación, inconsientemente construye un “cuarto especial” el cual nos encargamos de decorarlo poco a poco con fotos, regalos de aniversario, tarjetas de cumpleaños, cadenas, pulseras, CD's, medallitas, cartas de amor, DVD's. Todo ese ambiente lleno de cachivaches sirve estupendamente de escenario para ese amor. Sin esos detalles, los romances serian como un día de verano sin sol, como la película Titanic sin la canción “My Heart Will Go On” de Celine Dion. Pero claro, cuando el idilio termina, tenemos que desmontar la escenografía, comenzar la mudanza y empezar la retirada.
En escencia, yo nunca pude decidir qué era mejor: si exterminar todos esos cachivaches o guardarlos. Antes, era muy difícil para mí desprenderme de ciertas evidencias físicas, por ejemplo cuando mí primer amor - la osita - decidió terminar con la relación, me costo mas de seis meses, solamente poder quitar su fotografía de mi mesita de noche y lo demás ya ni les cuento, pero con el pasar del tiempo y con tantas experiencias, he aprendido a minimizar esos souvenirs que quedan después de romances rotos.
También he sido un par de veces víctima del chantaje manipulador y morboso de tener frente a mi puerta a una resentidisima ex con una funesta bolsa negra (de esas para botar la basura) llena de los regalos que algún día la hicieron tan feliz. Otra me cito a un café para conversar y entregarme una caja de zapatos, que era el ataúd donde reposaban los restos humeantes de un amor ultimado.
Seamos honestos, ¿a quien no le gusta coleccionar cosas?, todos alguna vez lo hemos hecho o seguimos haciéndolo, pero lo malo de confinar los cachivaches de amores terminados en un solemne baúl de recuerdos es que tal vez, algún día y cuando menos te lo esperas, te tropiezas con el y te vuelves a reencontrar con tus fantasmas y en una mezcla de nostalgia dramática y sadomasoquismo te sientas a repasar esas cartas de amor escritas temblorosamente, fotos de verano besándose en la playa y dependiendo del momento y circunstancias, te pondrás a reír o a llorar. ¿Que raro no? A mucha gente le gusta ese tipo de ceremonias y no se atreven a cerrar círculos y empezar otro.
Pecaría de falso, si no admito que a mi también me gustaba coleccionar esos souvenirs de mi cartografía amorosa, pero eso se terminó. Me he dado cuenta que ya no tiene sentido seguir guardando algo que ya no me hace reír, lo cual era su función original y fundamental; ahora son solo evidencias de lo imposible: eternizar algo que ya no existe o preservar lo que ya fue.
En mi última mudanza a mi nueva casa, me dí cuenta que tenia tantos cachivaches acumulados con el pasar del tiempo, que decidí deshacerme de casi todos ellos porque simplemente ocupaban espacio y era víctima de esos antipáticos flashbacks. Salvando rituales, me dispuse a incinerar fotos y cartas y se convirtio en trapeador esa camisa negra que algún día me regalaron y ese t-shirt que alguna ex que dejó olvidada debajo de la cama lo use para quitar el polvo de mis guitarras y mis libros.
Yo afirmo que este tipo de amputaciones son necesarias, ¿no lo creen?. Primero, porque es indespensable para una saludable limpieza interior y segundo, porque necesitas que tu ‘cuarto especial’ retorne a su vacío silvestre. No vaya a ser que derrepente y cuando menos te lo esperes, aparezca por ahí una niña o un niño en tu vida con nuevos cachivaches para ti y tú no tengas lugar donde acomodarlos.
El Superratón
espacio reservado para el Día de la Reina